martes, julio 26, 2005

Delitos y faltas


Quien me conozca habrá oído la historia probablemente al otro lado de una cerveza. No tiene nada de particular, pero siempre me acuerdo cuando veo la película. Todo empezó en el Café Moderno, nuestro verdadero hogar en Zaragoza. Tres estudiantes que no estudian pasando "el momento dulce del día". Esto es, una apacible tarde leyendo los periódicos al pie de un café con leche de por lo menos tres cuartos de hora. Amortizando la consumición con la prensa:

- He visto que echan "Delitos y faltas" de Woody Allen en el Cerbuna. Me apetece volverla a ver, ¿os hace? - les dije.
- ¿Lo organiza el Cineclub? - dijo el desaliñado esencial Iñaqui (usaré nombres ficticios).
- Por mi bien, hace tiempo que no la he visto y me apetece - dijo Antonio.
- No sé, pone GBU Cerbuna en el cartel. Supongo que será algo así.

Así que los 3 en marcha llegamos al colegio mayor. Sí, la proyección es gratuita, nos señalaron en la cafetería con aire extrañado. Llegamos por el pasillo que nos indicaron a una sala de no más de 30 personas de capacidad con un pequeño proyector. Éramos los únicos, así que nos sentamos en un pupitre esperando que pasara algo. La cabeza de una chica asomaba fugazmente por la puerta, como si fuera una criatura silvestre. De repente, entraron simultáneamente 8 o 10 personas y una señora de mediana edad cerró la puerta tras de sí y echó el pestillo.

Un hombre de unos 30 años de edad, con gafas de culo vaso y evidente carencia de tablas subió a la tarima:

- Bienvenidos a una nueva proyección del Grupo Bíblico Universitario Cerbuna. - toma ya GBU, parecía decir la mano de Antonio mientras golpeaba su frente. - Hoy veremos la película "Delitos y Faltas" del prestigioso director Woody Allen. Al finalizar la película debatiremos, si os parece, sobre el contenido.

Y empezó la película. Tan buena como siempre, por cierto. No pareció afectada por el integrismo evangélico que flotaba en el ambiente. Recuerdo la cara de apuro de Antonio y la felicidad de Iñaqui. A éste le parecía un golpe de suerte, con toda probabilidad. Observaba divertido a todo el grupo de jóvenes bíblicos mientras se mordía la lengua con su gesto característico de asombro. Antonio propuso que nos largáramos, pero le recordé que nos habían encerrado bajo llave. Pronto nos metimos de lleno en la película que acabó en un abrir y cerrar de ojos, o en un apagar y encender de luces.

La señora cancerbera puso su espalda contra la puerta mientras accionaba el interruptor de la luz. Antonio hizo amago de levantarse, pero había quedado encajado sin remedio en el pupitre y en el fondo sabía que no flanquearía la puerta sin la autorización, o por lo menos la condescendencia, de la señora de las llaves. Viendo lo fútil de su intento se dejó caer otra vez en el pupitre. El hombre de mirada vidriosa (sería más propio decir de remotos y minúsculos ojos vidriados) subió a la tarima otra vez y con la mejor de sus sonrisas espetó:

- ¿Bueno, quién quiere empezar? - un minuto largo de silencio. Ligeramente encorvado hacia delante sólo nos miraba a nosotros. Estaba clarísimo que los ocupantes de la primera fila, que nos miraban interesados apoyando el brazo en el respaldo, eran infiltrados. Lo intentó de nuevo:
- ¿Queréis comentar algún aspecto que os haya parecido bien, mal, regular? - insistió. Esta vez la pausa fue más larga. Iñaqui me miraba divertido mientras podía oir el sudor frío que se escurría por las patillas de Antonio. Una chica de la primera fila, bastante bonita, por cierto, intentó romper el hielo. Si hubiera empezado por declarar que era el cebo para nuevos visitantes no hubiera sido tan clara. Hablaba mirándonos directamente a nosotros, vuelta hacia detrás, y contaba un rollo horrible sobre el crimen y el arrepentimiento. Enseguida se hizo el silencio otra vez, y tras un par de incómodos minutos, el orador volvió a intentarlo. Esta vez dio en el blanco:

- ¿Alguno de vosotros la había visto antes? - inquirió el gafón. Alarmado vi de reojo como Antonio asentía con la cabeza con gestos amplios mirando al suelo. ¡Bravo por el gafotas! pensé. Esa había sido una buena jugada y nobleza obliga. Pobre Antonio, pensé. El moderador se abalanzó sobre su presa sediento de sangre:

-¿Sí? ¿Qué te ha parecido esta vez? ¿Qué te parece que siente el protagonista? - no cabía en sí.
Antonio mantuvo su metro ochenta y cinco de humanidad de dandy ingles hierática. Aunque miraba hacia el frente, sin ninguna duda, una segunda inspección revelaba que estaba mirando "a través" de su interlocutor. La Esfinge de Egipto parecería una escultura epiléptica a su lado. La cara del bíblico parecía no dar crédito. - ¿Crees que su conciencia está limpia? ¿O que no podrá soportarlo? - siguió insistiendo.

Ni un gesto, apenas un pestañeo. Esta vez duró cinco minutos por lo menos, una barbaridad. Notaba el sonrojo que produce la tan traída y llevada vergüenza ajena. El rubor se asomaba a mis mejillas, mientras Antonio guardaba silencio como el Ebro cuando pasa por el Pilar. Iñaqui lo miraba con ojos como platos, con su risita líquida de ofidio. Antonio siempre ha sostenido que no se dirigía a él, sin darle la mayor importancia.

Al final los miembros bíblicos empezaron un debate sin interés hasta que Iñaqui y yo nos decidimos y los escandalizamos con nuestra postura. Según lo veíamos la película era precisamente un canto contra el sentimiento de culpa: el refrendo de que es posible matar y superarlo. Aunque soy un provocador nato debo confesar que lo sentía de todo corazón. Fue un debate ameno aunque de perfil muy bajo. Eso sí, nos estuvimos riendo de Antonio el resto de la tarde, y cuando nos juntamos todavía se lo recordamos.

Epílogo:

Iñaqui propuso asistir con regularidad a las proyecciones del GBU Cerbuna. No le movía el afán provocador, sino algo parecido a la ornitología. Al final no pudo asistir porque se apuntó a un club de ajedrez. Se preparó a conciencia. Fue a la bilbioteca y estudió algunos libros. Llevaba 5 o 6 años sin practicar. Sus inicios fueron duros: le ganaron dos niños de 8 años. Su tercera partida casi le hace desistir. Se enfrentaba a una niña de 9 años. La niña le dio una paliza sin apenas mirarle, mientras se comía un flash y jugaba a una game boy. Al final se rehizo, haciendo gala de un gran afán de superación. Por fin ganó a un niño de 12 años, "con cara de Pitagorín y que zabía un montón de jugadaz". Iñaqui cecea un poco.

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